140 barcos. 2.400 cañones. 19.000 soldados.
7.000 marinos. Más de 2.000 remeros. Felipe II puso en marcha toda la maquinaria de guerra del Imperio español para su operación de castigo a Inglaterra. Su objetivo primero y último era restablecer la religión católica en la isla, y no importaba el dinero. Pero, a pesar de esas cifras de vértigo, la empresa de la Grande y Felicísima Armada estaba condenada al fracaso. La reina Isabel I ganó la primera mano en aquella partida librada por las dos mayores potencias de su tiempo; y, aunque las consecuencias del desastre no fueron muy duraderas, España asistió impotente a la pérdida de buena parte de su flota y de muchos valiosísimos hombres.
Por: Alberto de Frutos
Las motivaciones de la Grande y Felicísima Armada habría que buscarlas en la religión que, en el siglo XVI, fue causa de cruentos enfrentamientos. España, con Felipe II en el trono, era el garante del catolicismo, mientras que Inglaterra había iniciado su propia religión nacional, el anglicanismo, una especie de versión inglesa del protestantismo. Si bien su inspirador, Enrique VIII, la fundó solamente por razones políticas, su hija Isabel I transformó el país en una nación plenamente anglicana tras el paréntesis católico propugnado por María I, y buscó la alianza de los protestantes del continente.
Así, en 1570, el papa Pío V promulgó una bula que excomulgaba a Isabel I y autorizó a cualquier católico a asesinarla y a cualquier monarca católico a destronarla. En un primer momento Felipe II dudó sobre si llevar a cabo la empresa e incluso en sus primeros años de reinado intentó ofrecerse en matrimonio a Isabel para garantizar la pervivencia del catolicismo en Inglaterra, siendo rechazado por la reina. En cualquier caso, la intención de Felipe II no fue en ningún caso la de añadir los dominios ingleses al Imperio español, sino la de sustituir a Isabel por un rey católico. María Estuardo de Escocia era la candidata más plausible por razones dinásticas (era la prima de Isabel) y, tras su muerte en 1587 –acusada de alta traición por sus contactos con los sectores católicos de la nación–, lo fue su hijo, de acuerdo con la idea sugerida por el agente papal Roberto di Ridolfi.
Comenzaron los planes para llevar a cabo el complot: Felipe intentaría conquistar Inglaterra con la ayuda de dos flotas. Una partiría de Lisboa bajo las órdenes de Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y se reuniría en el canal de la Mancha con la flota flamenca del duque de Parma. De forma conjunta, ambas desembarcarían en el sudoeste de Inglaterra y se dirigirían hacia Londres.
Isabel descubrió el plan y planeó su venganza. En primer lugar, ayudó económicamente a los protestantes levantiscos holandeses y financió las empresas de piratería de Francis Drake en el Caribe, en manos del Imperio español. Los ataques de este adquirieron gran virulencia y mermaron los beneficios de las arcas de la corona española, hasta el punto de que el pirata fue apodado “el Dragón” por los españoles.
No contenta con haber interrumpido el flujo de riquezas con el Caribe, Isabel dio orden a Drake de que atacara puertos peninsulares, lo que hizo en 1585 mediante una serie de incursiones en puertos de Galicia, profanando iglesias, asesinando a varios curas y monjas, y explotando así el talón de Aquiles de Su Majestad Católica.
Estos hechos convencieron a Felipe II a forjar una Gran Armada, y se vieron respaldados por el proceso contra María Estuardo, ejecutada en 1587. Mientras tanto, Drake continuaba con sus saqueos en España, el más importante de los cuales fue el de la bahía de Cádiz, que llevó a cabo en abril del mismo año y en el que destruyó entre 20 y 30 naves españolas, además de apresar otras cuatro llenas de provisiones.
El ataque perseguía un objetivo muy claro: demorar en lo posible los trabajos que España estaba llevando a cabo para construir su Armada y ganar tiempo para estructurar su defensa ante el ataque español. Los planes de Isabel surtieron efecto y la Armada española no partió hasta el año siguiente.
Consciente de los riesgos que conllevaba la demora, Felipe II instó al marqués de Santa Cruz a apresurar sus trabajos. Sin embargo, la fortuna se puso de nuevo en su contra cuando, a los 62 años de edad, la muerte sorprendió al encargado de dirigir la Armada: en efecto, Álvaro de Bazán falleció el 9 de febrero de 1588 en Lisboa. Con él desaparecía uno de los marinos con más prestigio de la época, héroe en Lepanto y las Azores, a quien Lope de Vega homenajeó en unos versos: “el fiero turco en Lepanto/ en la Tercera el francés/ y en todo mar el inglés/ tuvieron de verme espanto”).
Se hacía necesario pues, encontrar un sustituto. La elección recayó en Alfonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, de 37 años. Su idoneidad era cuando menos discutible, e incluso el propio duque reconocía que no era apropiado debido a su inexperiencia en los mares.
El duque envió varias cartas a Felipe II para que le exonerara de tan gran responsabilidad pero, al parecer, las misivas fueron interceptadas por los consejeros del monarca. Cierto es que no toda la responsabilidad de la empresa iba a recaer sobre los hombros del de Medina Sidonia, puesto que los planes de Felipe II pasaban por que la flota holandesa al mando de Alejandro Farnesio, duque de Parma (que gozaba de un gran prestigio, ya que había jugado un papel decisivo en la batalla de Lepanto contra los turcos), debía reunirse con la flota española en el canal de la Mancha.
Dado el carácter plurinacional de España bajo los Austrias, la Gran Armada estaba compuesta por todos los reinos que a la sazón la articulaban, es decir, Portugal (comandada por el duque de Medina Sidonia), Castilla (por Diego Flórez de Valdés), señoríos de Vizcaya (Juan Martínez de Recalde) y Guipúzcoa (Miguel de Oquendo), Andalucía (Pedro de Valdés), Levante (corona de Aragón, comandada por Martín de Bertendona) y Nápoles (por Hugo de Moncada).
De estos comandantes, Hugo de Moncada fue el único que murió en el fragor de la batalla. Pedro de Valdés cayó en cautividad. Juan Martínez de Recalde murió unas semanas después de llegar a España a consecuencia de las heridas y aquejado de graves fiebres. Su amigo Miguel de Oquendo falleció en la mar en 1588. La escuadra de Miguel de Bertendona fue una de las más diezmadas en la batalla, pero él siguió en el cumplimiento de sus deberes hasta su muerte en 1607.
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